España no fue Túnez. [sobre un texto de Sadri Khiari]

Extret de: Sociología Crítica

Hemos tomado un artículo sobre Túnez escrito por Sadri Khiari —«La revolución de la dignidad», publicado en rebelion.org, el 21/01/2011— y hemos hecho un juego sencillo: sustituir «Ben Ali» por «Franco» y «tunecino» por «español». El resultado es estremecedor. La miseria de la transición española queda al descubierto: la impunidad del franquismo, la pervivencia en el poder de las clases sociales que se beneficiaron de la dictadura y la monarquía impuesta son el resultado. Los tunecinos —y tampoco los egipcios— no desean el modelo español de transición, supondría un fraude, una derrota de la democracia y las esperanzas de libertad. El artículo de Khiari expone la realidad de una dictadura miserable que fue derrotada por la valentía de un pueblo que salió a la calle y un día dijo basta. El artículo que presentamos ahora es el mismo que hubiera podido ser escrito en el verano de 1977 si el gobierno Suárez se hubiera visto obligado a dimitir si la oposición se hubiera negado a participar en la mascarada de las elecciones de aquel año y las movilizaciones en la calle hubieran continuado. No fue así, el PSOE y el PCE de Santiago Carrillo pactaron con los herederos del régimen y apoyaron la monarquía impuesta. Esa fue la historia verdadera. ¿Hubiera podido ser distinto? Para que lo hubiese sido habría que haber sabido decir no a Suárez y al Rey y haber mantenido la presión en la calle. Quizás las cosas hubieran sido distintas. Hoy nuestros hermanos árabes, y me siento feliz al escribir esto, nos están dando una lección maravillosa de lucha por la libertad y la dignidad. Sadri Khiari empleó estas palabras para hablar de Túnez, permitidme que las tome para hablar de la España que pudo ser y no fue.
 
Hoy, como todos los días desde la muerte de Franco, me he hecho veinte veces la misma pregunta: ¿Cómo explicar una sacudida tan profunda en España –famosa por la «estabilidad» de su dictadura- y la caída repentina del régimen de quien llevó las riendas con mano de hierro apenas un año y medio después de su muerte?

Hay miles de explicaciones posibles. Pero me quedo con una. La más importante desde mi punto de vista: el poder de la camarilla mafiosa que rodeaba al extinto dictador no se basaba en ningún mecanismo de consenso o de consentimiento. En otras palabras, carecía de cualquier autoridad moral sobre la población. Y ningún sistema político puede resistir a una ausencia absoluta de autoridad moral. Incluso entre los sectores privilegiados de la población, incluidos los que se beneficiaban directamente del régimen de Franco, él mismo, su esposa o sus allegados sólo suscitaban el temor y el desprecio más absoluto.

Desde su llegada al poder en 1936, Franco se dedicó a construir una gigantesca maquinaria de represión, de divisiones, de control y de clientelismo de la población. Tras el final de la guerra a veces se hablaba en los periódicos extranjeros de la detención de militantes políticos o de dirigentes sindicales, de la tortura practicada a los opositores, de las intimidaciones brutales cuyo objetivo eran los defensores de los derechos humanos. Pero lo más importante de la actuación policial estaba en otra parte: afectaba a la mayoría de la población sometida a una presión policial constante, la de los servicios del Ministerio de la Gobernación, por supuesto, pero además la de las múltiples milicias [Falange, guardia de Franco, Guardia Civil, Somatenes, Policía Armada] y cuerpos represivos del Movimiento Nacional, del que Adolfo Suárez fue secretario General, que no fue un partido como los demás, sino un anexo del Estado encargado de dividir, vigilar, castigar, sobornar, corromper o chantajear a cualquier persona de cualquier ámbito social. A esas instituciones represivas que su versión policial hoy aun no se han depurado, hemos de añadir las estructuras de la administración, la cual se supone que está al servicio de los ciudadanos y sin embargo sólo servía, hasta ahora, como transmisora del poder y de las directrices de las cumbres del Estado. En otras palabras, dichas estructuras han desempeñado el papel de órganos de represión, división vigilancia y sometimiento. El funcionamiento del ministerio de Justicia es ejemplar en este sentido. El aparato del estado sigue siendo el mismo y no parece que deseen cambiarlo.

No se trata de acusar a todos los funcionarios, la mayoría del tiempo buenos ciudadanos mal remunerados que trabajan en condiciones desastrosas y están sometidos ellos mismos a la omnipotencia de sus superiores. Se trata de señalar la capacidad del sistema policial para convertir a todos y cada uno en cómplices y en la voz de su amo.

Que nadie se confunda: la mecánica policial y burocrática establecida por Franco no tenía como único objetivo suscitar el miedo y la obediencia. Tenía la finalidad, mucho más perniciosa y mucho más eficaz que el miedo, de asesinar en cada individuo aquello que le hace humano. Franco construyó un inmenso aparato destinado a romper la dignidad de los españoles; desarrolló una formidable tecnología de la indignidad. El compromiso o incluso la complicidad, la corrupción, los miles de chanchullos vergonzosos a menudo imprescindibles para sobrevivir o simplemente para vivir en paz, fueron, entre otros, los mecanismos de la construcción sistemática de la indignidad. El absoluto desprecio del poder hacia el pueblo necesitaba que toda la sociedad lo sufriese en primera persona y todas las personas lo sintiesen por sus semejantes y por sí mismos.

Repito: la represión y el miedo nunca habrían bastado para preservar un poder que no disponía de ninguna autoridad moral. A falta de una legitimidad de esa naturaleza, Franco y su banda de delincuentes hicieron otra elección: destruir la moral, romper la solidaridad, abolir el respeto, generalizar el desprecio, humillar, humillar y seguir humillando. No sois nada, nunca seréis nada, hombrecillos, ése es el mensaje social y moral del régimen de Franco. Fraga, aceptablemente elitista, consideraba que los españoles no eran más que «partículas de individuos» que él se encargaría de convertir en una nación. Franco hizo la apuesta contraria, convertir la nación en partículas de individuos. Esa apuesta ha fracasado porque la nación rechazó convertirse en partículas. El lodo del palacio de El Pardo nunca consiguió sumergir al conjunto de España.

Desde mi punto de vista hablar de la miseria, las dificultades sociales, la necesidad abstracta de libertades democráticas o incluso de la represión como simple fábrica del miedo o de la sumisión, sólo permite comprender una pequeña dimensión de los acontecimientos que se desarrollan desde este invierno de 1977 en España. Joseba Elosegui, el veterano gudari que vivió el bombardeo de Guernica y se arrojó envuelto en llamas a los pies de Franco en Anoeta, no intentó suicidarse de forma tan horrible por una locura transitoria ante las humillaciones diarias que la dictadura infligía al pueblo vasco y al español. Se prendió fuego porque, resonaban en su alma de resistente el escupitajo de José María de Areilza años atrás —acordémonos de aquello de «Euskadi ha muerto porque lo hemos matado»— y que resumía muy bien lo que el régimen de Franco nos decía todos los días: la República fue aplastada para siempre y haremos de vosotros lo que queramos. Elosegui, cuyo ejemplo hoy nos sirve de inspiración a todos, muy ciertamente, estaba harto del victimismo nacido de la derrota de 1939. No podía soportar haber dejado de ser un ser humano. Su ejemplo nos acompaña; todos pensamos en él; todos nos identificamos con él, incluso cuando la mayoría de nosotros nacimos después de la guerra. La fuerza motriz de la revolución española no tiene otro objetivo, al derrocar la monarquía impuesta por el dictador, que devolver a nuestro país la dignidad que el fascismo triunfador de 1939 le arrebató.

Las movilizaciones y protestas masivas que han causado la caída de Suárez ¿qué buscaban? ¿Los españoles han reivindicado sólo aumentos salariales? ¿La libertad de prensa? ¿Nuevas leyes? No, en primer lugar han expresado su dignidad; han afirmado que su dignidad exigía el fin de la impunidad del franquismo y sus continuadores. Y lo han conseguido. Si Suárez y el Rey Juan Carlos lo hubiesen entendido no habrían perdido su tiempo haciendo concesiones que sólo eran concesiones desde su punto de vista: la amnistía a cambio de reconocer que el franquismo fue legal, la figura del Rey intocable, el acceso a la televisión y la prensa pero sin un sólo periódico o radio en manos de la oposición, unas elecciones generales con los ayuntamientos todavía en manos fascistas y sin que los republicanos se pudieran presentar y mil propuestas grotescas más. ¡Dos años más con los ayuntamientos en manos de los partidarios del Régimen y con la monarquía cómplice en el poder! Grotesca transición la que nos proponían. Lo que está en juego es la pervivencia del franquismo con su impunidad, lo que representaría una democracia trucada ¡Es imprescindible un gobierno de unidad de toda la oposición y elecciones libres ya, además de la destitución inmediata de todos los ayuntamientos del régimen!

¿Ya ha acabado todo? Por supuesto que no. La efervescencia revolucionaria no se ha extinguido. Por todas partes la dignidad sigue luchando contra la indignidad. El pueblo español ya no está compuesto por individuos que resisten, mal que bien, para preservar su cualidad de seres humanos; es un cuerpo colectivo al que horroriza la idea de que los antiguos hombres del régimen de Franco reconvertidos ahora en juancarlistas y algunos políticos, impacientes por repartir la tarta del poder, le priven de su victoria. El pueblo español sólo confía en sí mismo y tiene razón. El segundo acto de la revolución tiene como desafío la disolución de las instituciones establecidas por el antiguo secretario general del Movimiento, Suárez, –en primer lugar la UCD- y la elección democrática de una asamblea constituyente que devolverá al pueblo la soberanía política de la que está privado desde hace decenios. Después, ya veremos.

Nota: la hipótesis del artículo se basa en que los intentos de Suárez de pactar con la oposición la impunidad de los franquistas y la monarquía fracasaron por la negativa de los partidos y organizaciones populares. Al no poder convocar las elecciones de 1977, el proyecto de reforma e impunidad fracasó y tras varios meses de movilizaciones populares masivas, la presión extranjera —estadounidense sobre todo— temerosa de una desestabilización a la portuguesa, forzó un gobierno de transición que convocó elecciones realmente libres.

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